Era importante la cuneta:
fue el banco de descanso de aquellas interminables pichangas de barrio;
la acequia que, improvisada por la lluvia, nos permitía navegar en nuestros barquitos de papel;
el sendero perfecto para equilibrar nuestros primeros pasos entre el abismo del asfalto y la tierra firme del aromo;
el lugar en que la alcantarilla se tragaba irremediablemente nuestras monedas a la hora de jugar al trompo;
cantera mortal de nuestros porrazos en bicicleta;
líneas paralelas al temor de la noche cuando volvía de mis atrasos, por osar quedarme el rato más allá de un beso;
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